“Te
recuerdo en una madrugada como esta, abrazando mis miedos con tu mirada. Dormíamos
juntos en la noche más larga del año, la primera del otoño y la última del
verano. Ahora llueve igual, pero sigo solo, y además aburrido, doy el mundo por
tener otra vez tus ojos quietos junto a los míos”…, estaba leyendo y releyendo
lo que había escrito la noche anterior pero un sujeto se puso de pie y me
despertó de la imbecilidad con el timbre del camión que hizo sonar una melodía
de música clásica.
Se
vistió de artista y bajó. Los demás seguimos quietos en el autobús. Nadie iba
platicando con nadie y unas luces azules embellecían todas las cosas blancas.
Yo estaba en medio de los cinco asientos del fondo y a unos pasos de mí, estaba
una mujer que se parecía mucho a la dueña de mis versos sonámbulos.
El
camionero fumaba tabaco a pesar de los carteles de salubridad y calcomanías de
prohibición. Guardé el papelito de mis memorias y la observé como el túnel que
enseña una luz. Traía un moño blanco que brillaba como si el chongo de su
cabello fuese un foco encendido. Solía virar por detrás de sus hombros con
desatino y entonces noté su mirada buscando mis ojos, y su sonrisa reprimida en
vísperas de ser compartida conmigo.
“Tú y yo compartíamos odios, y eso es más
profundo que compartir gustos. Pero los odios unen a las personas por un hilo
negro que termina en un hoyo…” había continuado leyendo mi papelito hasta que
de nuevo se escuchó la melodía de música clásica, era el mismo sujeto, con la
misma corbata y el mismo peinado. Ella volteó a verme como si ya nos
conociéramos. Comencé a sentir la presencia de una extraña fuerza pero cuando
vi su sonrisa, por fin compartida conmigo, supe que un hilo nuevo se formaba.
Apartamos nuestro efímero coqueteo cuando escuchamos un pedazo de madera
golpeando el piso, miramos los pies del sujeto y nos dimos cuenta que tenía uno
de gallo y otro de cabra.
—¡Ah,
cabrón!
Miré
hacia otro lugar, aterrorizado, esperando que el sujeto bajase. Una cuadra
adelante, el camión se descompuso. Se apagaron las luces azules, los murmullos ocuparon
los oídos. El camionero bajó con cigarro en mano y luego de hablar por un
teléfono público, dijo que no habría otro camión que nos pudiera ayudar, ya era
tarde.
Los
seis pasajeros bajamos inevitablemente del autobús y cuatro de ellos tomaron camino
a ningún lugar y ella se quedó recargada en una pared que decía Se rentan cuartos
por día, semana o mes. El cielo nebuloso era un enorme pedo de Dios color elefante
y la ciudad quedaba a la merced de las luces artificiales. Parecía que iba a
llover.
—Hola
–le dije por fin. Pero ni se inmutó–. ¿Hasta dónde vas? –insistí.
Me
miró con ojos sombríos. Aluciné una música de suspenso. Oí un zumbido que
rebotaba en el cráneo y después todo se puso en pausa, como si tocáramos el
silencio. Se acercó a mí viendo a los lados y al fin escuché la voz más
celestial de todos los tiempos.
—¿Viste
al sujeto con los pies de animal?
—Era
el diablo –respondí sin titubeo.
Reforzó
el chongo de su cabello y noté que tenía tatuado un dólar sobre su nunca, pero
no le di importancia porque seguía siendo hermosa. Su mirada era dos estrellas
solitarias y su sonrisa permanecía intacta aunque hablase. Se llamaba Lucía
Fernanda pero todos le decían Luce.
Sólo
al ver pasar a una oficinista que usaba falda y auriculares en las orejas,
mirando cuatro segundos su celular y medio segundo el camino por donde iba,
notamos que ni el camión ni el camionero estaban donde se quedaron y que la
realidad volvió a ser ese río místico en el que nos ahogamos.
Sentí
que era el comienzo de algo grande y después me di cuenta que había perdido el
papelito de mis memorias. Caminamos hacia el centro histórico con ambigua
lentitud, como queriendo no llegar. Su andar consistía en poner un paso
adelante del otro y arrugar su nariz como si quisiera disimular un placer
furtivo. Llegamos a la zona de casas antiguas, doblamos en una esquina y justo
enfrente, vimos al sujeto de traje que se bajó dos veces del camión. Nos dimos
cuenta que era más alto y más corpulento, iba caminando como un gigante por la
banqueta. De nuevo sus patas de animal nos estremecieron. Era una pata de
tamaño familiar, tres dedos gordos y peludos, con auténticas uñas de gallo, y
en el pie derecho llevaba en la punta un mazo de cabra que sonaba tan fuerte
como la herradura de un caballo.
Ella
decidió seguirlo y yo decidí seguir a ella.
El
diablo entró a un local que decía Reparación de calzado. Nos sentamos en la
acera de enfrente. Ella se soltó el cabello largo, negro y lacio, lo típico.
Seguía sonriendo, pero ya no mostraba esa luz. Le dije que tenía miedo. Ella se
burló de mí. Le propuse ir a otro lado, al malecón a caminar y charlar. Se puso
de pie y pensé que accedería, pero caminó hacia la puerta apolillada por donde
había entrado el diablo, tocó fuerte pero no había señales de alguien.
—¿Vamos
a entrar sí o no?
—El
diablo está allí, lo normal es correr despavoridos y echarnos unas chelas en
Olas Altas.
Sin
importarle un carajo mis sentimientos y voluntades, abrió el cancel color
blanco ya corroído, empujó la puerta roja y una negritud penetrante surgió de
adentro. Sin ataduras en la conciencia se difuminó en la oscuridad del interior
y yo esperé afuera, hasta que un viento heló mi nuca y su voz tan dulce como
esas mañanas de invierno en la niñez me invitó a entrar.
Era
un cuarto penumbroso, atiborrado de nalgas, no había ninguna esquina donde no hubiese
un par de nalgas. Negras gordas, roñosas, blancas y granientas. Además de
nalgas, había un pequeño hueco que transportaba a otro cuarto lleno de costales
negros bien amarrados. Entramos en él y notamos que al fondo un hombre se
bañaba. De pronto el agua dejó de escucharse y la luz del baño se apagó. Él
seguía cantando una melodía clásica. Ahí viene el diablo, quise decirle, pero
los nervios me invadieron los labios. Apareció entonces, estaba desnudo pero no
tenía ni pene ni vagina. El aura que le rodeaba iluminó el cuarto. Había más
costales negros de lo que pensamos, las torres se extendían hasta donde la
mirada se encuentra con el cielo.
—Al
principio pensé que no llegarías –dijo el hombre fríamente, mirando mis ojos
temblar–. Pero luego pensé que tu soledad era tanta que llegarías –Luce sólo
observaba, sin mostrar miedo ni impaciencia–. Pensar es más importante que
sentir, aunque digan lo contrario algunos románticos.
—¿Quién
lo dice, el diablo? –preguntó ella.
—Aquí
me tienen, par de idiotas. Siéntanse dichosos –dijo escuchándose menospreciado,
mientras hacía más grande el hueco para regresar al cuarto de las nalgas y
mostrarnos el mismo efecto infinito de los costales, elevando millones de
nalgas al cielo–. No están aquí por casualidad, ustedes me llamaron.
—Yo
ni siquiera creía en ti –dije con valentía premeditada–.
—Pero
de hoy en adelante creerás, y te obligaría a pedirle perdón a tu abuela por no
creerle de mi aparición mientras jugaban lotería a media noche, pero no creo en
los perdones. Te voy a conceder un deseo, ya sabes, como en las películas. Te aseguro que el diablo no es tan malo como dicen y
dios ni tan bueno, y como éste no te preguntó si querías nacer, yo sí te daré a
elegir si quieres morir.
Parpadeé
y enseguida aparecí en casa de mi abuela, estaba sentada en la mecedora,
dormida, con el control de la televisión en la mano, soñando con mi abuelo
muerto. Mi madre estaba en la habitación soñando con mi padre muerto.
—¿Qué
eliges? –Apareció él en la pantalla de la TV– ¿Tu abuela o tu vida?
Luce
ya no estaba. Pensé que seguramente se trataba de un sueño e intenté despertar,
sentir mi cuerpo acurrucado en mi cama fría, temblando. Pero nada. Cerré los
ojos sin que el diablo se diera cuenta y me dije Despierta, pero me sentí muy
estúpido porque él se estaba riendo de mí.
—No
tienes salida –dijo saliendo de la pantalla, esto es real, son las once de la
noche, ibas con tus amigos a beber, ellos te esperan, incluso Luce te espera,
debes elegir rápido o me llevo a los dos y tu madre de paso se muere de pena –puso
un revolver antiguo sobre la mano de mi abuela, el control de la televisión lo
arrojó al sillón– quítale la pistola y dispárale en la cabeza a la vieja
rancia.
—¿Y
si despierta?
—Más
divertido será.
Fui
por un trago de agua. Respiré muy profundo cuando me di cuenta que sin
meditarlo ya había elegido matarla. Dije Perdón y apreté el gatillo con su
propio dedo. Aparecí en la banqueta, con Luce. Reparación de calzado decía el
letrero sobre nosotros.
—¿Vamos
a entrar o no?
—Por
supuesto que yes –le dije como si estuviera buscando la revancha.
Estaba
el diablo sobre un escritorio, usaba lentes y revisaba unos papeles.
—Pídeme
un deseo, lo que quieras, pero que las personas puedan concebirlo, no vayas de
pendejo a pedirme el don de volar o de respirar bajo el agua.
—Pide
salud, dinero y amor –me recomendó Luce.
—Sólo
puedes pedir una sola cosa.
—¿Por
qué haces esto? ¿Por mi alma?
—El
precio ya lo pagaste y lo seguirás pagando toda tu vida. Tu alma siempre ha
sido mía y ahora debes decidir.
Pedí
el dinero, obvio. En la banqueta aparecieron una docena de bolsas negras llenas
de basura: cincuenta millones de pesos. ¿Qué vamos hacer con todo esto? En qué
sociedad vivimos, sin dinero no podemos hacer nada y si tenemos dinero de
sobra, nos cuestionan. Lo más lógico es llevarnos las bolsas a mi casa pero mis
padres allí están y no sabría cómo explicarles esto.
—Yo
vivo sola, si quieres vamos a mi casa a dejar todo este dinero. Podemos comprarle
una camioneta a alguien, le damos el doble de lo que vale, o el triple.
—Excelente
idea –dije ante los ojos de mi madre, quien me despertaba con el ruido del
plato de desayuno dejándolo en el escritorio de mi habitación.