Sebastián no es una isla.
Nadie reclamó por las luces que le instalaron al final de
camino.
Sebastián no es un conductor necio que estaciona su auto en
el espacio de discapacitados.
Por eso nadie reclama.
Sebastián era una persona. Nada más.
Los que parten el pan allá arriba no lo esperaban llegar
porque no era el tianguis turístico.
Él no era un perro o un gato maltratado por algún humano
desalmado.
Mucho menos el último rinoceronte blanco de África.
En Mazatlán abundan tortugas sin cabeza y viejos pelícanos
percudidos.
Acá la justicia es popó. Popó blanca que mancha los
promontorios salados y erosionados.
Erosión de corazón para una familia de humanos. Simples
humanos.
Él no dará la vuelta al mundo. No era fulano de tal. Era
Sebastián, pues.
Joven promesa del box de trece años que por no cargar celular
el diablo se lo llevó.
Ningún día terrenal más.
Hijo de alguien, sobrino de otro.
¿Qué debe estar pagando un padre que entierra a su hijo?
Pero: miles de muertos hay todos los días, ¿quién reclamaría
a Sebastián?
Los de su especie sufren de sobrepoblación.
Los finiquitados.
De los Nadies a los
Ningunos se llega caminando.
¿Si los ambientalistas defienden la naturaleza, los
veterinarios a los animales, los geógrafos las actividades en la tierra, los
astrónomos al universo, quién defiende a las personas?
¿Será que los derechos humanos y las ciencias sociales y de
la salud no son suficiente y es necesario crear una Personalogía, Humanología?
Para no olvidar jamás. Nunca más.
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