En
el camión urbano existe la mayor diversidad de personas. En este que voy a bordo,
hay estudiantes, algunos obreros, seguramente algunos alcohólicos, padres de
familia, un par de monjas, señoras cotorras, tías, enfermos y demás uniformados.
Aún faltaba más de la mitad de la ruta por recorrer. Faltaba por ejemplo, el
mercado, donde varias señoras abordaban con sus hijos y bolsas de camiseta.
La
ciudad estaba sobre una plancha caliente y en el camión se sumaba el calor
humano. Este puerto puede ser maravilloso pero también puede ser el infierno. Dentro
del perímetro de siete kilómetros alrededor del mar era un clima caluroso pero
agradable, con viento y brisa; en cambio, siete kilómetros después del mar, el
clima era sofocado y el poco aire que corría, corría caliente. En muchos barrios
una calle dividía ese ecuador climatológico. En el camión la gran mayoría
llevaba una toalla de mano para secarse el sudor. Los más incómodos eran
aquellos que les sudaba la panza, se levantaban la camisa con discreción y
pasaban la toalla por las pellas.
La
ruta era Jabalíes. Se llenó en el mercado. El conductor estaba a punto de
arrancar cuando alcanzó a subir un joven que portaba en la hebilla del cinto
una efigie del símbolo comunista, hoz y martillo. Llevaba también unos
panfletos que hablaban de la reforma laboral y de cómo nos chingaba como
asalariados. Intentó dar su discurso:
—Buenas
tardes jóvenes pasajeros, señoras, niños, adultos. No vengo a pedirles dinero.
Vengo a informarles que ustedes…
En
eso una señora que llevaba un perro chihuahua en la bolsa, desde su asiento, lo
interrumpe con una verborrea injuriosa con destino al chofer:
—Oiga,
¿cuánto es que cobran el pasaje? –dijo furibunda, contando en la palma de su
mano las monedas que el conductor le regresó.
El
chofer fingió no escucharla. Mientras tanto, el morro revolucionario
aprovechaba para repartir sus panfletos y decir que la lucha de clases es el
motor de la historia de la humanidad y que en la sociedad de clases las
revoluciones son inevitables.
—Oiga,
¿que no me escucha? Le pregunté cuánto cobra el pasaje. El pasaje cuesta seis
cincuenta, yo le pagué con una moneda de diez. Me devolvió tres pesos, mire –y
le enseñó su mano extendida– me faltan cincuenta centavos.
Una
anciana que iba sentada delante de la señora y el perrito, quiso echar más
fuego al azadón:
—A
mí siempre me devuelven el cambio mal. Cuando no faltan diez centavos, faltan
veinte o cincuenta, hasta un peso se han agarrado de mi cambio.
El
muchacho terminó de repartir sus hojas volantes y primero habló del movimiento
generado por Peña Nieto y Televisa, y dijo que “el movimiento #yosoy132 es
una vergüenza para la clase obrera, pues nunca es escuchada, pero
surge una protesta de la clase burguesa, rápido la cachan los medios,
puras fotos, puros vídeos, ningún cambio inmediato ni lejano, ni
bases ni ideas, en la banalidad del movimiento yace la productividad de sus
manifestaciones fresas”. Después habló del capitalismo básico:
libre empresa, compro barato y vendo caro, acumulo capital, pero nadie le puso
atención.
El
camión se detuvo para subir más gente. El calor aumentaba. ¡Échamelos al
pescuezo, chingada madre! –alguien gritó desde atrás mientras sentía las
miradas rancias de sus compañeros pasajeros, quienes admirando la valentía del
que gritó, se quedaron pasmados esperando que el camión arrancara no
importándoles si el conductor subía a medio Mazatlán, total, iban acomodados en
una ventana distraídos con un celular móvil. El chofer siguió fingiendo
demencia y cobraba boletos de pasaje sin considerar el cupo limitado del
camión. El muchacho revolucionario descendió de él al notar que se congestionaba
y el clima caliente era como para africanos acostumbrados al desierto. Justo
cuando el operador abrió la puerta trasera para que los nuevos tripulantes
abordaran por atrás, pues por delante estaba completamente lleno, la señora
dejó al perrito en el asiento y se dirigió directamente a él:
—Oiga,
oiga, deme el cambio como debe de ser, por favor, o voy ahorita mismo a
reportarlo y le quito mi dinero
—Por
favor déjeme hacer mi trabajo –dijo el chofer malhumorado.
—Me
faltan cincuenta centavos. Y seguramente a muchos pasajeros les hace falta
dinero. Usted –dijo, y señaló a la anciana-, ¿cuánto le sobró?
—Sí
me dio el cambio bien, mijita, no te preocupes. Cincuenta centavos no sirven de
nada.
Las
monjas empezaron a rezar en la mente, deseando que no pase a mayores un
conflicto tan banal. Ya casi abordaban todos. El camión iba atiborrado, pero aún
faltaba un estudiante. Este sacó de su billetera una credencial que le avalaba
el cincuenta por ciento de descuento en el boleto. Se la extendió y el chofer
la revisó como quien examina una fruta exótica. Le agarró al estudiante su
moneda de cinco pesos y le devolvió dos pesos. La mujer, quien estaba hablando
con otra señora que le daba la razón y acariciando al chihuahueño, se dio
cuenta que al estudiante le debía sobrar 2.75 pesos, y el chofer le devolvió
dos.
—Ya
ven, se dan cuenta cómo los camioneros agandallan nuestro dinero y poco a poco
sacan para sus drogas, a costa de nosotros. Hasta políticos parecen. No sólo
nos cogen desde arriba, sino también desde abajo.
—¡No
sea grillera, hombre! –gritaron desde atrás.
—Soy
justiciera.
Todos
en el camión se distrajeron poco tiempo del calor para escuchar el discurso de
la señora, un discurso proletario que tuvo más éxito que el del joven
comunista. El chofer sacó el cambio como debería ser. Le dio el resto al
estudiante y los cincuenta centavos más a la señora, quien no volvió abrir la
boca. Y todos viajaron el resto del camino con calma, esperando llegar a sus
casas, ansiosos de prender el televisor.
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