Por ese eterno deseo insatisfecho

Percibimos la realidad, la interpretamos; despues la criticamos y la analizamos, luego proponemos y la transformamos.

sábado, 17 de marzo de 2018

Entre nosotros comienzan las batallas


En el camión urbano existe la mayor diversidad de personas. En este que voy a bordo, hay estudiantes, algunos obreros, seguramente algunos alcohólicos, padres de familia, un par de monjas, señoras cotorras, tías, enfermos y demás uniformados. Aún faltaba más de la mitad de la ruta por recorrer. Faltaba por ejemplo, el mercado, donde varias señoras abordaban con sus hijos y bolsas de camiseta.

 
La ciudad estaba sobre una plancha caliente y en el camión se sumaba el calor humano. Este puerto puede ser maravilloso pero también puede ser el infierno. Dentro del perímetro de siete kilómetros alrededor del mar era un clima caluroso pero agradable, con viento y brisa; en cambio, siete kilómetros después del mar, el clima era sofocado y el poco aire que corría, corría caliente. En muchos barrios una calle dividía ese ecuador climatológico. En el camión la gran mayoría llevaba una toalla de mano para secarse el sudor. Los más incómodos eran aquellos que les sudaba la panza, se levantaban la camisa con discreción y pasaban la toalla por las pellas.
La ruta era Jabalíes. Se llenó en el mercado. El conductor estaba a punto de arrancar cuando alcanzó a subir un joven que portaba en la hebilla del cinto una efigie del símbolo comunista, hoz y martillo. Llevaba también unos panfletos que hablaban de la reforma laboral y de cómo nos chingaba como asalariados. Intentó dar su discurso:

—Buenas tardes jóvenes pasajeros, señoras, niños, adultos. No vengo a pedirles dinero. Vengo a informarles que ustedes…

En eso una señora que llevaba un perro chihuahua en la bolsa, desde su asiento, lo interrumpe con una verborrea injuriosa con destino al chofer:

—Oiga, ¿cuánto es que cobran el pasaje? –dijo furibunda, contando en la palma de su mano las monedas que el conductor le regresó.

El chofer fingió no escucharla. Mientras tanto, el morro revolucionario aprovechaba para repartir sus panfletos y decir que la lucha de clases es el motor de la historia de la humanidad y que en la sociedad de clases las revoluciones son inevitables.

—Oiga, ¿que no me escucha? Le pregunté cuánto cobra el pasaje. El pasaje cuesta seis cincuenta, yo le pagué con una moneda de diez. Me devolvió tres pesos, mire –y le enseñó su mano extendida– me faltan cincuenta centavos.
Una anciana que iba sentada delante de la señora y el perrito, quiso echar más fuego al azadón:

—A mí siempre me devuelven el cambio mal. Cuando no faltan diez centavos, faltan veinte o cincuenta, hasta un peso se han agarrado de mi cambio.

El muchacho terminó de repartir sus hojas volantes y primero habló del movimiento generado por Peña Nieto y Televisa, y dijo que “el movimiento #yosoy132 es una vergüenza para la clase obrera, pues nunca es escuchada, pero surge una protesta de la clase burguesa, rápido la cachan los medios, puras fotos, puros vídeos, ningún cambio inmediato ni lejano, ni bases ni ideas, en la banalidad del movimiento yace la productividad de sus manifestaciones fresas”. Después habló  del capitalismo básico: libre empresa, compro barato y vendo caro, acumulo capital, pero nadie le puso atención.

El camión se detuvo para subir más gente. El calor aumentaba. ¡Échamelos al pescuezo, chingada madre! –alguien gritó desde atrás mientras sentía las miradas rancias de sus compañeros pasajeros, quienes admirando la valentía del que gritó, se quedaron pasmados esperando que el camión arrancara no importándoles si el conductor subía a medio Mazatlán, total, iban acomodados en una ventana distraídos con un celular móvil. El chofer siguió fingiendo demencia y cobraba boletos de pasaje sin considerar el cupo limitado del camión. El muchacho revolucionario descendió de él al notar que se congestionaba y el clima caliente era como para africanos acostumbrados al desierto. Justo cuando el operador abrió la puerta trasera para que los nuevos tripulantes abordaran por atrás, pues por delante estaba completamente lleno, la señora dejó al perrito en el asiento y se dirigió directamente a él:

—Oiga, oiga, deme el cambio como debe de ser, por favor, o voy ahorita mismo a reportarlo y le quito mi dinero

—Por favor déjeme hacer mi trabajo –dijo el chofer malhumorado.

—Me faltan cincuenta centavos. Y seguramente a muchos pasajeros les hace falta dinero. Usted –dijo, y señaló a la anciana-, ¿cuánto le sobró?

—Sí me dio el cambio bien, mijita, no te preocupes. Cincuenta centavos no sirven de nada.
Las monjas empezaron a rezar en la mente, deseando que no pase a mayores un conflicto tan banal. Ya casi abordaban todos. El camión iba atiborrado, pero aún faltaba un estudiante. Este sacó de su billetera una credencial que le avalaba el cincuenta por ciento de descuento en el boleto. Se la extendió y el chofer la revisó como quien examina una fruta exótica. Le agarró al estudiante su moneda de cinco pesos y le devolvió dos pesos. La mujer, quien estaba hablando con otra señora que le daba la razón y acariciando al chihuahueño, se dio cuenta que al estudiante le debía sobrar 2.75 pesos, y el chofer le devolvió dos.

—Ya ven, se dan cuenta cómo los camioneros agandallan nuestro dinero y poco a poco sacan para sus drogas, a costa de nosotros. Hasta políticos parecen. No sólo nos cogen desde arriba, sino también desde abajo.

—¡No sea grillera, hombre! –gritaron desde atrás.

—Soy justiciera.

Todos en el camión se distrajeron poco tiempo del calor para escuchar el discurso de la señora, un discurso proletario que tuvo más éxito que el del joven comunista. El chofer sacó el cambio como debería ser. Le dio el resto al estudiante y los cincuenta centavos más a la señora, quien no volvió abrir la boca. Y todos viajaron el resto del camino con calma, esperando llegar a sus casas, ansiosos de prender el televisor.

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