Por ese eterno deseo insatisfecho

Percibimos la realidad, la interpretamos; despues la criticamos y la analizamos, luego proponemos y la transformamos.

viernes, 23 de marzo de 2018

Libros y balazos

Los de la mesa de enseguida sabían que los andaban cazando, por eso bebían de pie mirando hacia todos lados. Ojalá hubiera sabido esto para no pararme en ese lugar. Venía de una feria del libro. De pequeño no sabía que existían pero conocía muy bien las balaceras. No fue mi culpa. Yo sólo conocía de la vida lo que me enseñaba el barrio y la tele.

¿Quién iba pensar que después del olor a libros y esa seguridad absoluta entre letrados, iba a sentir yo tanto miedo? Cuando te toca te toca, dicen, cuando no, ni aunque te pongas.

Yo quería comer, no tardaron en ponernos tostadas, limón y sal. Pedí una salsa habanera y puse sobre la mesa un par de libros que compré. Había sido buen día, hasta que pasó lo que pasó. El sol caía, la música de reggae sonaba en vivo y el ceviche que nos sirvió una mesera tarabiscoteada, enchilaba como nos gusta a los sinaloenses.

La cerveza sudaba su servilleta. No tardé en notar que los sujetos de enseguida emanaban una alegría que jamás había visto. Traían un griterío de risas y se daban abrazos. Después supe que esperaban la muerte, de una forma en que sólo ellos podrían sentirlo. ¿Qué es el destino para un narco?

La feria del libro de Mazatlán resultó ser de un entretenimiento fugaz. ¿Desde cuándo se hace en el polideportivo de la universidad? Al entrar a la duela miré a unos amigos en la lejanía. A la derecha estaba el stand de la librería Educal, lo atendía una jovencita de rostro amargo. El aire acondicionado disputaba con el calor humano. No había niños ni estudiantes porque era sábado. Me gustó no ver acarreados. Un viejo que fue director de un periódico durante mucho tiempo presentaba su libro de anécdotas policiacas. Caminé entre la gente, escuchando las preguntas del público al escritor. Llegué al stand del Colegio de Sinaloa y una adolescente, distraída con el celular, se estrelló conmigo. Seguí caminando y me detuve cuando un joven barbón desde las gradas, comentaba al escritor sobre un jefe de policía en Culiacán que estuvo en la lista de buscados por la PGR. Además, dijo, hace poco un periodista lo cuestionó y él lo amenazó. Todo el mundo supo que se refería a Chuy Toño. ¿Qué representa para una democracia las amenazas a un periodista por parte del jefe de la policía? Todos callaron. Me crucé de brazos y miré al escritor, era canoso y usaba corbata. Dijo no tener conocimiento del caso pero era común que hicieran política de esta manera.

Llegué ansioso por comprar libros de historias como las que hablaban los que hacían uso del micrófono, de narco violencia, de la realidad corrupta. Tenía muchas curiosidades. Un amigo dice que nunca se sabe quién trabaja para quién. Yo insistía en la singularidad de la verdad. Le decía que atrás de cada muerte hay una deuda, un rencor, un ajuste, un engaño, lo que fuera. Y casi siempre una petición y un permiso. Aunque poco me interesaban esas cuestiones muy difíciles de saber. Lo mío era más sutil. ¿Qué siente la gente cuando está en una balacera? ¿Hacia dónde huye? ¿Cómo se sienten los balazos? He escuchado varios a lo largo del tiempo, pero jamás los había visto, hasta ese día que fui a la feria del libro, luego a la marisquería y pasó lo que pasó.
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Ya se imaginaran. Yo era uno de los cien cuerpos que se tiraron al piso como si también nos hubieran disparado. Escuchamos estruendos y al darnos cuenta que no era pirotecnia, sino un prieto de rostro rabioso, mirando sin parpadear, abrazando un cuerno de chivo chapeado de oro, disparando hacia la multitud, provocó entre nosotros un terror personificado. ¿Quién no pensó que el sujeto nos iba a matar a todos?

Allí descubrí un nuevo miedo. La mirada del tipo que masacra en público. La señora que grita por su bebé. Mi compadre levantándose tembloroso a medio paso del colapso. Yo extasiado, con un hueco en el estómago. Varios cuerpos muertos a mi derecha. El hombre que clama tranquilidad en medio de lloriqueos farragosos. ¡Ya se fueron, ya se fueron! ¿Quiénes? Yo sólo vi a una persona. Lo puedo imaginar antes de llegar:

El conductor habría dado una vuelta para cerciorarse de la información que recibió. Los muertos bebían a dos pasos de la banqueta, allí en ese restaurante playero al aire libre. Tenían varias cubetas de cerveza y estaban rodeados de amigos. Bebían, picaban camarones y se reían de algo que jamás sabré. Ya sabes lo que vas hacer, le habría dicho alguien al que iba disparar. Era más fácil así en vez de comenzar una balacera, el jefe habría dicho que tenía que ser rápido y conciso. Uno puede imaginar que el sujeto se dio un pase de cocaína antes de bajar y disparar más de treinta balazos.

¿Qué se sentirá domar a cien personas, que te miren mientras las matas, cayendo sincronizadas al piso?

Los únicos lobos que mueren en manada son los narcos. Lo presencié. Era el primero de varios golpes, a los días murieron detectives y ministeriales. Casi nadie se mete con marinos y militares. Los muertos lo sabían, por eso algunos portaban chalecos antibalas, pero de vestir. Me pareció raro porque no hacía frío. De hecho, había tanto calor que mi amiga, la que no bebe, pidió una cerveza. Ella fue la primera que se tiró al piso, yo me tiré porque los demás lo hicieron. Escuché unos cuetes y fue en la cuarta detonación en la que caí al suelo. La cerca eran tres tablas horizontales por donde pude ver el AK-47 dorado.

Los que decidieron usarla, habrían dicho: esta arma se hizo para matar. Así fue. Murieron cuatro hombres y varios heridos. La prensa dijo que fueron 36 balas. Eran narcotraficantes, dueños de noséqué. El periódico no lo dijo, incluso dijeron que nadie murió, tampoco nadie habló cuando patrullas municipales y bandas sinaloenses protagonizaron un desfile fúnebre con los cuerpos. El sujeto que los mató sabía que eran personas importantes de la empresa, por eso explotó al máximo su potencial, su cuerpo lánguido cimbraba ante cada detonación, movía el arma con oscilaciones leves, la sujetaba con fuerza, eran balas profesionales dirigidas a los de enseguida de mi mesa, a quienes vi muertos cuando nos pusimos de pie. Duramos alrededor de treinta segundos en el piso, hasta que alguien gritó que ya se habían ido. Las mesas estaban patas parriba. Muchos gritaban. Mi amigo temblaba, mi amiga lloraba y yo sentí un indefinido hueco en el estómago por ver la mirada del tipo que masacra en público.

martes, 20 de marzo de 2018

VERSOS SONÁMBULOS



“Te recuerdo en una madrugada como esta, abrazando mis miedos con tu mirada. Dormíamos juntos en la noche más larga del año, la primera del otoño y la última del verano. Ahora llueve igual, pero sigo solo, y además aburrido, doy el mundo por tener otra vez tus ojos quietos junto a los míos”…, estaba leyendo y releyendo lo que había escrito la noche anterior pero un sujeto se puso de pie y me despertó de la imbecilidad con el timbre del camión que hizo sonar una melodía de música clásica. 


Se vistió de artista y bajó. Los demás seguimos quietos en el autobús. Nadie iba platicando con nadie y unas luces azules embellecían todas las cosas blancas. Yo estaba en medio de los cinco asientos del fondo y a unos pasos de mí, estaba una mujer que se parecía mucho a la dueña de mis versos sonámbulos.

El camionero fumaba tabaco a pesar de los carteles de salubridad y calcomanías de prohibición. Guardé el papelito de mis memorias y la observé como el túnel que enseña una luz. Traía un moño blanco que brillaba como si el chongo de su cabello fuese un foco encendido. Solía virar por detrás de sus hombros con desatino y entonces noté su mirada buscando mis ojos, y su sonrisa reprimida en vísperas de ser compartida conmigo.

 “Tú y yo compartíamos odios, y eso es más profundo que compartir gustos. Pero los odios unen a las personas por un hilo negro que termina en un hoyo…” había continuado leyendo mi papelito hasta que de nuevo se escuchó la melodía de música clásica, era el mismo sujeto, con la misma corbata y el mismo peinado. Ella volteó a verme como si ya nos conociéramos. Comencé a sentir la presencia de una extraña fuerza pero cuando vi su sonrisa, por fin compartida conmigo, supe que un hilo nuevo se formaba. Apartamos nuestro efímero coqueteo cuando escuchamos un pedazo de madera golpeando el piso, miramos los pies del sujeto y nos dimos cuenta que tenía uno de gallo y otro de cabra.

—¡Ah, cabrón!

Miré hacia otro lugar, aterrorizado, esperando que el sujeto bajase. Una cuadra adelante, el camión se descompuso. Se apagaron las luces azules, los murmullos ocuparon los oídos. El camionero bajó con cigarro en mano y luego de hablar por un teléfono público, dijo que no habría otro camión que nos pudiera ayudar, ya era tarde.

Los seis pasajeros bajamos inevitablemente del autobús y cuatro de ellos tomaron camino a ningún lugar y ella se quedó recargada en una pared que decía Se rentan cuartos por día, semana o mes. El cielo nebuloso era un enorme pedo de Dios color elefante y la ciudad quedaba a la merced de las luces artificiales. Parecía que iba a llover.

—Hola –le dije por fin. Pero ni se inmutó–. ¿Hasta dónde vas? –insistí.

Me miró con ojos sombríos. Aluciné una música de suspenso. Oí un zumbido que rebotaba en el cráneo y después todo se puso en pausa, como si tocáramos el silencio. Se acercó a mí viendo a los lados y al fin escuché la voz más celestial de todos los tiempos.

—¿Viste al sujeto con los pies de animal?

—Era el diablo –respondí sin titubeo.

Reforzó el chongo de su cabello y noté que tenía tatuado un dólar sobre su nunca, pero no le di importancia porque seguía siendo hermosa. Su mirada era dos estrellas solitarias y su sonrisa permanecía intacta aunque hablase. Se llamaba Lucía Fernanda pero todos le decían Luce.
Sólo al ver pasar a una oficinista que usaba falda y auriculares en las orejas, mirando cuatro segundos su celular y medio segundo el camino por donde iba, notamos que ni el camión ni el camionero estaban donde se quedaron y que la realidad volvió a ser ese río místico en el que nos ahogamos. 

Sentí que era el comienzo de algo grande y después me di cuenta que había perdido el papelito de mis memorias. Caminamos hacia el centro histórico con ambigua lentitud, como queriendo no llegar. Su andar consistía en poner un paso adelante del otro y arrugar su nariz como si quisiera disimular un placer furtivo. Llegamos a la zona de casas antiguas, doblamos en una esquina y justo enfrente, vimos al sujeto de traje que se bajó dos veces del camión. Nos dimos cuenta que era más alto y más corpulento, iba caminando como un gigante por la banqueta. De nuevo sus patas de animal nos estremecieron. Era una pata de tamaño familiar, tres dedos gordos y peludos, con auténticas uñas de gallo, y en el pie derecho llevaba en la punta un mazo de cabra que sonaba tan fuerte como la herradura de un caballo.

Ella decidió seguirlo y yo decidí seguir a ella.

El diablo entró a un local que decía Reparación de calzado. Nos sentamos en la acera de enfrente. Ella se soltó el cabello largo, negro y lacio, lo típico. Seguía sonriendo, pero ya no mostraba esa luz. Le dije que tenía miedo. Ella se burló de mí. Le propuse ir a otro lado, al malecón a caminar y charlar. Se puso de pie y pensé que accedería, pero caminó hacia la puerta apolillada por donde había entrado el diablo, tocó fuerte pero no había señales de alguien.

—¿Vamos a entrar sí o no?

—El diablo está allí, lo normal es correr despavoridos y echarnos unas chelas en Olas Altas.

Sin importarle un carajo mis sentimientos y voluntades, abrió el cancel color blanco ya corroído, empujó la puerta roja y una negritud penetrante surgió de adentro. Sin ataduras en la conciencia se difuminó en la oscuridad del interior y yo esperé afuera, hasta que un viento heló mi nuca y su voz tan dulce como esas mañanas de invierno en la niñez me invitó a entrar.

Era un cuarto penumbroso, atiborrado de nalgas, no había ninguna esquina donde no hubiese un par de nalgas. Negras gordas, roñosas, blancas y granientas. Además de nalgas, había un pequeño hueco que transportaba a otro cuarto lleno de costales negros bien amarrados. Entramos en él y notamos que al fondo un hombre se bañaba. De pronto el agua dejó de escucharse y la luz del baño se apagó. Él seguía cantando una melodía clásica. Ahí viene el diablo, quise decirle, pero los nervios me invadieron los labios. Apareció entonces, estaba desnudo pero no tenía ni pene ni vagina. El aura que le rodeaba iluminó el cuarto. Había más costales negros de lo que pensamos, las torres se extendían hasta donde la mirada se encuentra con el cielo.

—Al principio pensé que no llegarías –dijo el hombre fríamente, mirando mis ojos temblar–. Pero luego pensé que tu soledad era tanta que llegarías –Luce sólo observaba, sin mostrar miedo ni impaciencia–. Pensar es más importante que sentir, aunque digan lo contrario algunos románticos.

—¿Quién lo dice, el diablo? –preguntó ella.

—Aquí me tienen, par de idiotas. Siéntanse dichosos –dijo escuchándose menospreciado, mientras hacía más grande el hueco para regresar al cuarto de las nalgas y mostrarnos el mismo efecto infinito de los costales, elevando millones de nalgas al cielo–. No están aquí por casualidad, ustedes me llamaron.

—Yo ni siquiera creía en ti –dije con valentía premeditada–.

—Pero de hoy en adelante creerás, y te obligaría a pedirle perdón a tu abuela por no creerle de mi aparición mientras jugaban lotería a media noche, pero no creo en los perdones. Te voy a conceder un deseo, ya sabes, como en las películas. Te aseguro que el diablo no es tan malo como dicen y dios ni tan bueno, y como éste no te preguntó si querías nacer, yo sí te daré a elegir si quieres morir.

Parpadeé y enseguida aparecí en casa de mi abuela, estaba sentada en la mecedora, dormida, con el control de la televisión en la mano, soñando con mi abuelo muerto. Mi madre estaba en la habitación soñando con mi padre muerto.

—¿Qué eliges? –Apareció él en la pantalla de la TV– ¿Tu abuela o tu vida?

Luce ya no estaba. Pensé que seguramente se trataba de un sueño e intenté despertar, sentir mi cuerpo acurrucado en mi cama fría, temblando. Pero nada. Cerré los ojos sin que el diablo se diera cuenta y me dije Despierta, pero me sentí muy estúpido porque él se estaba riendo de mí.

—No tienes salida –dijo saliendo de la pantalla, esto es real, son las once de la noche, ibas con tus amigos a beber, ellos te esperan, incluso Luce te espera, debes elegir rápido o me llevo a los dos y tu madre de paso se muere de pena –puso un revolver antiguo sobre la mano de mi abuela, el control de la televisión lo arrojó al sillón– quítale la pistola y dispárale en la cabeza a la vieja rancia.

—¿Y si despierta?

—Más divertido será.

Fui por un trago de agua. Respiré muy profundo cuando me di cuenta que sin meditarlo ya había elegido matarla. Dije Perdón y apreté el gatillo con su propio dedo. Aparecí en la banqueta, con Luce. Reparación de calzado decía el letrero sobre nosotros.

—¿Vamos a entrar o no?

—Por supuesto que yes –le dije como si estuviera buscando la revancha.

Estaba el diablo sobre un escritorio, usaba lentes y revisaba unos papeles.

—Pídeme un deseo, lo que quieras, pero que las personas puedan concebirlo, no vayas de pendejo a pedirme el don de volar o de respirar bajo el agua.

—Pide salud, dinero y amor –me recomendó Luce.

—Sólo puedes pedir una sola cosa.

—¿Por qué haces esto? ¿Por mi alma?

—El precio ya lo pagaste y lo seguirás pagando toda tu vida. Tu alma siempre ha sido mía y ahora debes decidir.

Pedí el dinero, obvio. En la banqueta aparecieron una docena de bolsas negras llenas de basura: cincuenta millones de pesos. ¿Qué vamos hacer con todo esto? En qué sociedad vivimos, sin dinero no podemos hacer nada y si tenemos dinero de sobra, nos cuestionan. Lo más lógico es llevarnos las bolsas a mi casa pero mis padres allí están y no sabría cómo explicarles esto.

—Yo vivo sola, si quieres vamos a mi casa a dejar todo este dinero. Podemos comprarle una camioneta a alguien, le damos el doble de lo que vale, o el triple.

—Excelente idea –dije ante los ojos de mi madre, quien me despertaba con el ruido del plato de desayuno dejándolo en el escritorio de mi habitación.

sábado, 17 de marzo de 2018

Entre nosotros comienzan las batallas


En el camión urbano existe la mayor diversidad de personas. En este que voy a bordo, hay estudiantes, algunos obreros, seguramente algunos alcohólicos, padres de familia, un par de monjas, señoras cotorras, tías, enfermos y demás uniformados. Aún faltaba más de la mitad de la ruta por recorrer. Faltaba por ejemplo, el mercado, donde varias señoras abordaban con sus hijos y bolsas de camiseta.

 
La ciudad estaba sobre una plancha caliente y en el camión se sumaba el calor humano. Este puerto puede ser maravilloso pero también puede ser el infierno. Dentro del perímetro de siete kilómetros alrededor del mar era un clima caluroso pero agradable, con viento y brisa; en cambio, siete kilómetros después del mar, el clima era sofocado y el poco aire que corría, corría caliente. En muchos barrios una calle dividía ese ecuador climatológico. En el camión la gran mayoría llevaba una toalla de mano para secarse el sudor. Los más incómodos eran aquellos que les sudaba la panza, se levantaban la camisa con discreción y pasaban la toalla por las pellas.
La ruta era Jabalíes. Se llenó en el mercado. El conductor estaba a punto de arrancar cuando alcanzó a subir un joven que portaba en la hebilla del cinto una efigie del símbolo comunista, hoz y martillo. Llevaba también unos panfletos que hablaban de la reforma laboral y de cómo nos chingaba como asalariados. Intentó dar su discurso:

—Buenas tardes jóvenes pasajeros, señoras, niños, adultos. No vengo a pedirles dinero. Vengo a informarles que ustedes…

En eso una señora que llevaba un perro chihuahua en la bolsa, desde su asiento, lo interrumpe con una verborrea injuriosa con destino al chofer:

—Oiga, ¿cuánto es que cobran el pasaje? –dijo furibunda, contando en la palma de su mano las monedas que el conductor le regresó.

El chofer fingió no escucharla. Mientras tanto, el morro revolucionario aprovechaba para repartir sus panfletos y decir que la lucha de clases es el motor de la historia de la humanidad y que en la sociedad de clases las revoluciones son inevitables.

—Oiga, ¿que no me escucha? Le pregunté cuánto cobra el pasaje. El pasaje cuesta seis cincuenta, yo le pagué con una moneda de diez. Me devolvió tres pesos, mire –y le enseñó su mano extendida– me faltan cincuenta centavos.
Una anciana que iba sentada delante de la señora y el perrito, quiso echar más fuego al azadón:

—A mí siempre me devuelven el cambio mal. Cuando no faltan diez centavos, faltan veinte o cincuenta, hasta un peso se han agarrado de mi cambio.

El muchacho terminó de repartir sus hojas volantes y primero habló del movimiento generado por Peña Nieto y Televisa, y dijo que “el movimiento #yosoy132 es una vergüenza para la clase obrera, pues nunca es escuchada, pero surge una protesta de la clase burguesa, rápido la cachan los medios, puras fotos, puros vídeos, ningún cambio inmediato ni lejano, ni bases ni ideas, en la banalidad del movimiento yace la productividad de sus manifestaciones fresas”. Después habló  del capitalismo básico: libre empresa, compro barato y vendo caro, acumulo capital, pero nadie le puso atención.

El camión se detuvo para subir más gente. El calor aumentaba. ¡Échamelos al pescuezo, chingada madre! –alguien gritó desde atrás mientras sentía las miradas rancias de sus compañeros pasajeros, quienes admirando la valentía del que gritó, se quedaron pasmados esperando que el camión arrancara no importándoles si el conductor subía a medio Mazatlán, total, iban acomodados en una ventana distraídos con un celular móvil. El chofer siguió fingiendo demencia y cobraba boletos de pasaje sin considerar el cupo limitado del camión. El muchacho revolucionario descendió de él al notar que se congestionaba y el clima caliente era como para africanos acostumbrados al desierto. Justo cuando el operador abrió la puerta trasera para que los nuevos tripulantes abordaran por atrás, pues por delante estaba completamente lleno, la señora dejó al perrito en el asiento y se dirigió directamente a él:

—Oiga, oiga, deme el cambio como debe de ser, por favor, o voy ahorita mismo a reportarlo y le quito mi dinero

—Por favor déjeme hacer mi trabajo –dijo el chofer malhumorado.

—Me faltan cincuenta centavos. Y seguramente a muchos pasajeros les hace falta dinero. Usted –dijo, y señaló a la anciana-, ¿cuánto le sobró?

—Sí me dio el cambio bien, mijita, no te preocupes. Cincuenta centavos no sirven de nada.
Las monjas empezaron a rezar en la mente, deseando que no pase a mayores un conflicto tan banal. Ya casi abordaban todos. El camión iba atiborrado, pero aún faltaba un estudiante. Este sacó de su billetera una credencial que le avalaba el cincuenta por ciento de descuento en el boleto. Se la extendió y el chofer la revisó como quien examina una fruta exótica. Le agarró al estudiante su moneda de cinco pesos y le devolvió dos pesos. La mujer, quien estaba hablando con otra señora que le daba la razón y acariciando al chihuahueño, se dio cuenta que al estudiante le debía sobrar 2.75 pesos, y el chofer le devolvió dos.

—Ya ven, se dan cuenta cómo los camioneros agandallan nuestro dinero y poco a poco sacan para sus drogas, a costa de nosotros. Hasta políticos parecen. No sólo nos cogen desde arriba, sino también desde abajo.

—¡No sea grillera, hombre! –gritaron desde atrás.

—Soy justiciera.

Todos en el camión se distrajeron poco tiempo del calor para escuchar el discurso de la señora, un discurso proletario que tuvo más éxito que el del joven comunista. El chofer sacó el cambio como debería ser. Le dio el resto al estudiante y los cincuenta centavos más a la señora, quien no volvió abrir la boca. Y todos viajaron el resto del camino con calma, esperando llegar a sus casas, ansiosos de prender el televisor.